Me pasó en Irlanda. No fue con una pelirroja borracha. Fue con una pelea.
Porque los días sin acción son perfectos para ajustar la mira.
Caminaba por Temple Bar, en Dublín. Todo era cerveza y descontrol.
Los bares petados de pelirrojos gritando, desbocados por una pelea que parecía ser religión local.
Un tal McGregor, el héroe de la isla.
El sonido de Fontaines D.C. vibraba entre pelea y pelea, como si todo tuviera que ver con todo.
Pedí una Guinness a empujones, donde mi altura ayudó…
y entonces lo vi.
Ancestral. Crudo. Brutal. Épico. Impactante.
Era combate puro.
Algo tan primitivo que me habló a la médula.
Pero tan visceral que sentí cada golpe en mi piel.
Desde entonces, cada vez que hay UFC… no lo veo.
Lo vivo.
Lo estudio.
Lo pienso como una oportunidad.
Y si hay una cartelera que merece toda la atención, es hoy: UFC 317.
Siete guerras.
Cinco underdogs. Una estrategia clara: sistema ABCD.
Jugamos con la inteligencia de los viejos apostadores: una unidad al primero. Si falla, 0.75 al segundo. Si falla, 0.5 al tercero. Pero si uno pega… estamos en verde.
Porque en la UFC no hay espectáculo vacío. Aquí gana el que conecta.
El que se jugó la vida en la jaula.
El que hizo del dolor una disciplina.
Y tú… si sabes mirar, si sabes leer la narrativa… puedes ganar como ellos.
Hoy no se brinda por la victoria, se brinda por entender la historia. Y yo ya tengo mi Guinness en mano.
Después caminé tranquilo por el río Liffey, viendo esa línea que lo cruza como si fueran las líneas de underdogs que se alinean cuando todo parece en contra. La gente celebraba la victoria de McGregor.
Yo celebraba la mía:
haber encontrado algo nuevo.
Un abrazo,
Donga*